Siempre dejaba cosas cuando se subía a mi auto, perdía la cartera, el rimel, el boleto del tren y entre la ceniza de su cigarrillo alargado, desperdigada por las vestiduras a causa de no recordar la posición del cenicero, por algunos días quedaba flotando el catastrófico encanto de su aroma francés. Quizás fue por eso que terminé enamorándome, de tanto ir a su casa a regresarle su ficha de inscripción, el regalo para su abuela, el resultado de su prueba de embarazo. Así, cuando me invitaba a pasar a su terraza, hablábamos de la luna, de la llena y de la hinchada, cuya única diferencia radica en el amarillo, quizás en el diámetro, y en el numero de perros callejeros que le ladran cuando emerge en medio de unas nubes que bien podrían estar en Finlandia. Concluimos muchas hipótesis, todas ellas en torno al amor y su naturaleza infernal; pero canina, como sabía Bukowski, porque al final nos quedábamos aullando conscientes de haber sido expulsados de un paraíso antirrábico. Las cosas sucedieron la noche en que nevó, ella manejaba feliz y distraída hasta derrapar en contra de un camión que transportaba conejitos negros. Me llamó agitada porque no sabía qué hacer entre las demandas de la tienda de mascotas, los oficiales de tránsito, el agente de seguros y los mirones que se metían a los bolsillos las afelpadas volutas oscuras que manchaban el asfalto nevado. Cuando llegué me explicaron: la póliza no cubría choques con los zapatos que llevaba, además el carmín de su boca ya había sido declarado ilícito de lo rojo que era. Nos dejaron el auto pero la grúa tuvo que llevarse sus tacones de aguja. Entonces me atreví a decirle que había veces en que deseaba desgarrar todos sus vestidos de cóctel y echarla sobre las bandejas de los martinis aprovechando la temporada de celo y los tacones que no estaba usando. Me dijo: “Estás jugando con fuego”, y yo, de imbécil, le contesté: “No, eso hacen los niños, yo juego con incendios, Roma y Moscú, Chernobyl si te gusta el frío, a mí los naufragios, las cortinas de las presas que revientan sobre algún inocente pueblo de madera”. Pero ella no estaba para aullidos y prefirió marcharse en medio de la nieve con el portaequipajes rebosante de tiernos y malévolos nuevos inquilinos que depredarían su jardín. Yo volteé hacia la luna y creí escuchar lamentos caninos, me pregunté si aquella era una luna llena o una luna hinchada porque de cualquier manera podría estar en Finlandia. Luego desistí de mi duda pues me percaté que aquellos ruidos no eran sino carros de bomberos, ambulancias, patrullas chillando en la advertencia de su sirena para asistir a la sangre y los vidrios rotos de algún otro desastre.
Nota: Click al título.
viernes, agosto 11, 2006
Sugar, you're a fucking walking disaster!
Publicadas por Neónidas: a la/s 6:06 p.m.
Etiquetas: mujeres, volcaduras y explosiones
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3 comentarios:
Muy enganchador el relato, y extraño menos corrosivo, que los neonidas estan tiernos???
que divertido!
no hablo bien el español también /societé megalobelique/me gusta del idee
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