domingo, julio 27, 2008

Al tacto




Un sol enorme, casi de plástico, golpeaba violentamente en nuestros rostros, los ojos se empequeñecían con el reflejo de las calles y las ventanas llenas de anuncios publicitarios se derretían como mercurio anunciando rebajas. Una voz, familiar para mí en cierto sentido, sonaba al fondo mientras intentaba de alguna forma inconciente, recordar lo que había sucedido con aquella migraña espantosa que me invadió la noche anterior. Ella no hablaba, se ponía la mano en la frente para cubrirse de los rayos tan potentes del astro, miraba cansada el camino que nos faltaba para llegar al café en donde nos esperaba el escritor Ñ. Aún nos faltaban varias manzanas y parecía que la humanidad, en un incierto abandono, había tomado la decisión de quedarse en sus casas completamente solos y abochornados. Carecíamos de ruido y sombras, la voz garraspeaba y me preguntaba en qué momento había llegado aquí, a escucharla a modo de cinta enredada. Su vestido verde fue invadido por dos cercos de sudor, medias lunas negras que destacaban de debajo, obscenas. Pero a ella no parecía importarle, caminaba de prisa dejando una ventisca parecida a la tierra mojada, me gustaba ir detrás, mirando sus zapatillas de lona que a cada paso mostraban sus talones, dos callos grises que aparentemente habían cruzado desiertos y ciudades enormes. En realidad así era ella, una travesía inexplicable que empezaba tal vez en la Patagonia y terminaba aquí, en la cuidad más calurosa del mundo, sin árboles o techos, sin gente viva o perros callejeros. La voz ahora era un eco espeso que me retaba a la locura, al desfase inminente del calor, me llamaba desde las profundidades para interactuar con ella sin que las cosas se volvieran a poner agresivas. La cefalea había sido culpa de ella, me arrojó su cinturón a la cabeza y la hebilla dejó una marca azulada en mi frente, gritó e invocó a demonios ocultos, los lanzó sobre mi alma para toda la eternidad, y todo por culpa del escritor Ñ. En algún momento entre la calle Moratines y San Gregorio, un tirante de su vestido resbaló hasta su trícep tostado, el sol ardiente le tocaba el hombro de manera drástica pero a ella, inmutable muñeca ofendida, no le molestaba. El tirante bailó por varias cuadras hasta que me acerqué para regresarlo a su lugar, me miró llena de sudor, su hermosa cara brillaba de tanto caminar y sus ojos, esas perlas desconocidas, intentaban regresarme al más oscuro de los inframundos. Se hacía tarde, el escritor Ñ nos esperaba y ella estaba dispuesta a no dirigirme más la palabra por el resto del día o por el resto de nuestras vidas, era impredescible, ella era esa histeria colectiva que gusta, que de pronto estás brincando sin razón, que la adrenalina sube hasta la boca del estómago y se queda como aguijón agridulce, ella era la real teoría de las masas, movía templos y desfiguraba todas aquellas pequeñas intenciones para volverlas ácido en mi entrepierna. Por eso me atraía tanto, por sus maneras impúdicas y terribles de humillarme, por sus gestos de menosprecio y esas caderas que aventaban dos huesos frutales. Me detuve para comprar algo de beber y como ella seguía su marcha tuve que gritarle que esperara. Se volteó con los brazos cruzados y las piernas abiertas, en duelo, dejando una sombra larga en la acera que llegaba hasta mí mal intencionada. Compré una Coca-Cola de lata y me acerqué para ofrecerle un trago y se rehusó porque no era light. Antes teníamos un trueque, yo podía hacerle el amor sólo si le traducía sus textos, se aferraba a publicar en francés, y aunque su prosa era sucia y explícita, tenía grandes historias. Es por eso que el escritor Ñ nos esperaba, pensaba publicarla en una pequeña editorial de París. Eso la mantenía a ciertas horas contenta, pero siempre mostrando los dientes y su cabello castaño desaliñado. Faltaban un par de calles para llegar al punto de reunión con el escritor Ñ y fue entonces que se detuvo en medio de la plaza, yo me quedé quieto por un momento, el tiempo dejó infuncional todas las cosas, los alientos se detuvieron dejando un vaho de vapor ardiendo sobre las bocas ajenas y después de varios tragos a mi Coca-Cola me acerqué para ver qué sucedía. Ella reía, reía por dentro y en sus dientes se veía una sonrisa muy extraña, parecida a una flor que envenena o muerde, tenía la cabeza inclinada hacia atrás dejando que el sol le bañara por completo su rostro empapado. Me sujetó del brazo enterrándome las uñas y soltó una espantosa carcajada, mi brazo empezaba a sangrar y ella no paraba de convulsionarse a risas, la tomé de la cintura para intentar seguir caminando pero se soltó compulsivamente y lo único que ocasioné fue que abriera los ojos y me mirara. Algunas palomas vagabundas soltaron vuelo y las pocas personas que estaban por ahí se alejaron disimuladamente dejándome solo con aquella bestia que escribía cuentos para niños. Mi Coca-Cola cayó al suelo y dejó un charco de ázucar en nuestros pies, la sangre corría por todo mi antebrazo y cuando soltó su última carcajada al cielo abierto, o al sol imponente; me besó en los labios, sacó su lengua de serpiente desértica y la introdujo en mi garganta, sus manos tocaban mis testículos, los aprisionaban de una forma generosa, me lamía la sangre de las manos y sus senos se frotaban con mi pecho húmedo. Me mordió el cuello y las costillas, me masturbó a mitad de la plaza y luego con sus dedos largos y sus uñas llenas de trozos de mi piel muerta, bebió los restos de semen caliente que había quedado en sus manos. Se hacía tarde y el calor no pretendía detenerse nunca, el tirante de su vestido iba caído y bailando de nuevo y los cercos de sudor se habían incrementado de manera notable, la voz había callado y ahora anunciaba un dolor inosoportable en mi brazo mallugado, una ligera erección y una traducción envidiable. El escritor Ñ nos saludó de lejos mientras bebía un refrescante tinto de verano.

1 comentarios:

Sir Eloy Caloca Lafont dijo...

Hoy vi a Jorge Volpi tomándose un café en el Centro Histórico de la Ciudad de Querétaro. Estaba joteando de lo más alegre, mientras el sol se filtraba en sus redondos espejuelos...sentí la necesidad de llamarlo "Ñ", de ir a saludarle con un desdén de soberbia, de decirle que nada de lo que ha escrito ha valido mucho la pena (que pasé de leerlo y que él pasó de escribirlo), y sencillamente, burlarme de él. Pero no lo hice, porque sentí más ganas de fumar o de una felación...
Simplemente me acordé de este texto suyo...¡Maldita sea, por qué no hacen geishas suburbanas!