Bang bang, he shot me down
Bang bang, I hit the ground
Bang bang, that awful sound
Bang bang, my baby shot me down.
-Nancy Sinatra, Bang bang.
¿Me recuerdas?, nos conocimos en Hollywood: tú bailabas junto a las otras muchachas y yo fui esa noche al cabaret para esperar a un tipo que me tenía un empleo: deshacerme de la amante de un gobernador o algo así, ya lo he olvidado. Pero al estarte contemplado no pude quedarme quieto por mucho tiempo: necesitar beberme tu piel como un vaso de absenta, morder tu boca con sed de arándanos, desear meter mis dedos entre tu cabello corto y menudo y presionar con fuerza hasta jalarte conmigo al infierno, me estaba poniendo mal. Así que cuando acabó el acto te seguí hasta tu camerino y al abrir la puerta hallé a un hombre gritándote de cosas y agitando un arma en el aire. Se volvió hacia mí y me apuntó, tú tomaste una botella de gin que tenías cerca y se la reventaste en el cráneo. El hombre cayó como derribado por un rayo y yo me apresuré a tomar la pistola, luego comenzaste a patearlo y le llamaste cerdo, cerdo bastardo y puerco miserable y le escupiste en el rostro
–¿Qué esperas? –me dijiste mirándome a los ojos –¡mátalo ya! –ordenaste acribillándome con las dos balas negras de tus pupilas, yo disparé al fulano un tiro seco y en seguida se extendió un almohadón de sangre bajo su cabeza.
No lo miraste por mucho tiempo y tomaste tu bolso, me cogiste de la mano y salimos del camerino hasta andar todo el pasillo rumbo a la oficina. Allí abriste la caja fuerte cuya combinación sabías de memoria, sacaste las llaves de un auto y dos enromes fajos de billetes que parecían ladrillos
–Toma la mitad –me indicaste guardando tu parte y yo hice lo mismo con la mía. Te encaminaste a la salida y en el resquicio de la puerta me dijiste sin volverte:
–¿Qué, no vienes? –y te seguí hasta el aparcamiento en donde montamos un descapotable negro cuyo acelerador pisaste hasta el fondo para escapar de Los Angeles en la noche furiosa y bañada en sangre.
Tu meta era llegar a Tijuana para antes del anochecer, la mía era besarte antes de cruzar la frontera. Al llegar a Santa Ana me pediste que condujera y te acaricié las mejillas e intenté manchar mis labios con el carmín de los tuyos; pero me detuviste argumentado que estabas demasiado cansada. Manejé como un loco siguiendo los faros del descapotable proyectados en el asfalto, como si la autopista estuviera infestada de fantasmas. Volteaba de vez en cuando al asiento de al lado y te miraba dormir con la cabeza recargada en el borde de la puerta y todo el cabello al viento, pasaba la vista por tus muslos pálidos bajo los flequillos terminales del vestidito de charlestton y exclamé Dios mío, en qué me he metido, y a lo lejos me contestaron los aullidos de los coyotes en la oscuridad del desierto.
La policía nos alcanzó cuando cruzamos San Diego y tú despertaste con el sonido de las sirenas
–¡Date prisa! –gritaste mirando hacia atrás sobre el asiento, por el retrovisor podía verse la nube de polvo en la que dejábamos a las patrullas y por un momento pensé que los perdíamos.
Pero al llegar al cruce fronterizo ya nos estaban esperando: había sido dispuesta una valla de furgonetas y ametralladoras y hombres apuntándonos de rodillas detrás de las puertas de los autos, me frené en seco y la voz del sheriff nos advirtió tras una bocina:
–Esta es la policía, salgan con las manos en alto y nadie saldrá herido.
Giré la cabeza para mirarte y vi que te mordías el labio inferior, en aquél momento deseé ser yo quien estuviera haciéndolo; pero entendí que tú también te habías dado cuenta de que nuestro plan estaba arruinado y todo se había ido a la mierda. Me volteaste a ver y de nuevo me fulminaste con las dos balas negras de tus pupilas, me suplicaste tomando mi corbata y jalándome hasta quedar a milímetros de tu rostro:
–Prefiero morir a caer en manos de esos cerdos –y me besaste fuerte y con prisa y fuiste apasionada como la muerte cuando se vuelve loca por quien ha venido a recoger.
–Repito, salgan con las manos en alto, esta es la última advertencia –profirió de nuevo el sheriff y miré hacia las luces giratorias de las sirenas y me di cuenta de que el amanecer se perfilaba ya sobre los arrabales de Tijuana, en donde aquella mañana seguramente también habría de morir alguien.
Aceleré a fondo hasta la escuadra de los policías que nos aguardaban con toneladas de plomo apuntando a nuestros corazones, lo último que alcancé a escuchar fue el ruido del motor enfurecido y el grito de –¡fuego! –que reventó el parabrisas y me nubló la visión mientras intentaba tomarte de la mano.
Y bueno, pues sólo escribía este breve relato por si no te acordabas de mí, te he visto y me has parecido conocida, de otras vidas y otras aventuras; pero quizás todas ellas con las mismas pasiones. Y pues ahora que nos volvemos a topar sólo quiero hacerte saber que si un día tienes en mente algún otro crimen pasional y debes escapar lejos y esconderte, cuentas conmigo. Aún cuando esto signifique la muerte; ya sea acribillado por la policía o por las dos balas negras de tus pupilas.
–¿Qué esperas? –me dijiste mirándome a los ojos –¡mátalo ya! –ordenaste acribillándome con las dos balas negras de tus pupilas, yo disparé al fulano un tiro seco y en seguida se extendió un almohadón de sangre bajo su cabeza.
No lo miraste por mucho tiempo y tomaste tu bolso, me cogiste de la mano y salimos del camerino hasta andar todo el pasillo rumbo a la oficina. Allí abriste la caja fuerte cuya combinación sabías de memoria, sacaste las llaves de un auto y dos enromes fajos de billetes que parecían ladrillos
–Toma la mitad –me indicaste guardando tu parte y yo hice lo mismo con la mía. Te encaminaste a la salida y en el resquicio de la puerta me dijiste sin volverte:
–¿Qué, no vienes? –y te seguí hasta el aparcamiento en donde montamos un descapotable negro cuyo acelerador pisaste hasta el fondo para escapar de Los Angeles en la noche furiosa y bañada en sangre.
Tu meta era llegar a Tijuana para antes del anochecer, la mía era besarte antes de cruzar la frontera. Al llegar a Santa Ana me pediste que condujera y te acaricié las mejillas e intenté manchar mis labios con el carmín de los tuyos; pero me detuviste argumentado que estabas demasiado cansada. Manejé como un loco siguiendo los faros del descapotable proyectados en el asfalto, como si la autopista estuviera infestada de fantasmas. Volteaba de vez en cuando al asiento de al lado y te miraba dormir con la cabeza recargada en el borde de la puerta y todo el cabello al viento, pasaba la vista por tus muslos pálidos bajo los flequillos terminales del vestidito de charlestton y exclamé Dios mío, en qué me he metido, y a lo lejos me contestaron los aullidos de los coyotes en la oscuridad del desierto.
La policía nos alcanzó cuando cruzamos San Diego y tú despertaste con el sonido de las sirenas
–¡Date prisa! –gritaste mirando hacia atrás sobre el asiento, por el retrovisor podía verse la nube de polvo en la que dejábamos a las patrullas y por un momento pensé que los perdíamos.
Pero al llegar al cruce fronterizo ya nos estaban esperando: había sido dispuesta una valla de furgonetas y ametralladoras y hombres apuntándonos de rodillas detrás de las puertas de los autos, me frené en seco y la voz del sheriff nos advirtió tras una bocina:
–Esta es la policía, salgan con las manos en alto y nadie saldrá herido.
Giré la cabeza para mirarte y vi que te mordías el labio inferior, en aquél momento deseé ser yo quien estuviera haciéndolo; pero entendí que tú también te habías dado cuenta de que nuestro plan estaba arruinado y todo se había ido a la mierda. Me volteaste a ver y de nuevo me fulminaste con las dos balas negras de tus pupilas, me suplicaste tomando mi corbata y jalándome hasta quedar a milímetros de tu rostro:
–Prefiero morir a caer en manos de esos cerdos –y me besaste fuerte y con prisa y fuiste apasionada como la muerte cuando se vuelve loca por quien ha venido a recoger.
–Repito, salgan con las manos en alto, esta es la última advertencia –profirió de nuevo el sheriff y miré hacia las luces giratorias de las sirenas y me di cuenta de que el amanecer se perfilaba ya sobre los arrabales de Tijuana, en donde aquella mañana seguramente también habría de morir alguien.
Aceleré a fondo hasta la escuadra de los policías que nos aguardaban con toneladas de plomo apuntando a nuestros corazones, lo último que alcancé a escuchar fue el ruido del motor enfurecido y el grito de –¡fuego! –que reventó el parabrisas y me nubló la visión mientras intentaba tomarte de la mano.
Y bueno, pues sólo escribía este breve relato por si no te acordabas de mí, te he visto y me has parecido conocida, de otras vidas y otras aventuras; pero quizás todas ellas con las mismas pasiones. Y pues ahora que nos volvemos a topar sólo quiero hacerte saber que si un día tienes en mente algún otro crimen pasional y debes escapar lejos y esconderte, cuentas conmigo. Aún cuando esto signifique la muerte; ya sea acribillado por la policía o por las dos balas negras de tus pupilas.
Fotografía: Jenni Tapanila
5 comentarios:
Yo tambien me invento amorios,conosco a una persona,pienso todo el dia en ella y suceden las historias,pero no me gusto sabes?es como muy comun tu historia,y la foto,creo que pierdes la sensualidad y erotismo que habias logrado,se volvio porno.
fabuloso
wow!!!!!!!!!
w0ow
esta super
me quede en ella
es increible ¡¡
Bien recuerdo ese relato, y creo q nunca te lo dije pero .... Me encanto¡¡¡.. sin duda eres bueno.... hasta ahora tengo el placer de comentarlo, pero no me importa...Porq Yo lo tengo de tu puño y letra...
Bang bang baby...
Publicar un comentario