para Warpola, naturalmente.
Le pedí a Grimchka que al menos me dejara fotografiar el gigantesco salón. La halterófila, mirándose con tedio el reloj de pulso, me dijo que gozaba sólo de diez minutos, pensé en que la pantagruélica monja era en realidad muchísimo más humana y comprensible que monseñor, quizás fueran verdaderas aquellas ficciones de Arthur C. Clarke sobre el desastre que ocasiona el mezclar los sentimientos y las computadoras, pensé. La biblioteca había sido convertida en el restaurante del Hilton; pero ahora regresaba a ser lo que era pues, como casi todo el monasterio, también estaba llena de andamios y personal concentrado en la restauración. En este caso eran los monjes, en su hábito gris y encapuchados, quienes andaban de aquí para allá cargando torres de ejemplares con cubiertas en cuero y devolviéndolos a su sitio original. Increíble, aquella biblioteca tenía todos los textos posibles en donde se mencionaba, aunque fuera una sola vez, la palabra "diablo". Me acerqué a uno de los monjes que estaba atrincherado tras muros de libros, tenía un ejemplar abierto a un lado suyo y copiaba datos a un ordenador portátil, sus ágiles dedos tecleaban velozmente con largas uñas. Le pedí al monje si podía echarle una ojeada al texto que estaba usando y me respondió afirmativamente, se apartó del teclado y dio la impresión de que se tomaba un descanso, se pasó las uñas largas por su enrome barba, más que un monje parecía un nigromante de antiguos cuentos rusos. El libro era una guía de turismo sueca de los años cincuenta, estaba abierta en la página que hablaba sobre el monasterio de Kaschckar, había fotogramas de la capilla principal, la arquería de las habitaciones y la biblioteca, un fenómeno sumamente extraño y borgesiano. El monje encendió un cigarrillo y me ofreció, eran Príncipe de Zanzíbar sin filtro, fumamos. Le pregunté si hablaba mi idioma y me dijo que no sólo el mío sino veintiséis más, aunque sólo doce de ellos los dominaba a la perfección –don de lenguas –dijo echando una bocanada de humo. Le tomé una fotografía y saqué mi grabadora, le pedí permiso al monje para hacerle una entrevista, accedió contento. Se llamaba Horatius Warpola y era Magíster de Clerecía, le inquirí sobre su más personal postura frente a la construcción de Zigurat. –Iniciará muy pronto la construcción de Zigurat –dijo el monje acariciándose de nuevo las barbas –el edificio más alto que la humanidad haya visto –luego acercó demasiado su rostro al mío y me habló ensanchando la mirada, eran los mismos ojos desorbitados que yo imaginaba en Don Quijote –Zigurat alcanzará los cielos –y la larga uña de su índice señaló las alturas –pero los ángeles la destruirán con venganza pues la Bestia ronda la Tierra. ¡Ay de la Tierra!, pues la trompeta del ángel sonará tres veces…, –interrumpí al monje –no, no Magíster Warpola, hablo del Zigurat que levantará el Rexh a las afueras de Hermes, ¿ha usted oído hablar de eso? –y el monje arrugó las líneas de la frente y dijo luego tocando la punta de mi nariz con su uña de brujo –ese Rexh diabólico, no había hecho nada semejante desde que venció a Teodorico en las riberas del Krungsvlovo, ¡cuatro mil hombres! –exclamó abriendo ampliamente la boca y enseñando una dentadura amarillenta –si ahora tuviéramos gente como el general Zatinpa, ¿qué sería de nuestros hijos? ¡oh Señor, qué sería de ellos! –el monje se paró y dio un par de vueltas sobre su propio eje absorbiendo casi medio cigarrillo de un golpe, luego puso las manos sobre el escritorio y se inclinó hasta dejar de nuevo su rostro a centímetros del mío, me aparté esta vez porque arrojó el humo directamente sobre mi cara –las capitulaciones de Salustia condenaron a Zatinpa a morir por descuartizamiento de caballos –dijo el monje con cierto terror -¿sabe usted?, los músculos axiales se desgarran tanto que la red nerviosa sufre un colapso, llega un momento en que el dolor es tan intenso que uno ya no siente nada, como cuando queman a alguien en la hoguera. ¿Ha visto a alguien chamuscarse en la hoguera? –la entrevista terminó porque sentí la pesada mano de la giganta tocando mi hombro. Me despedí del Magíster Warpola y le di las gracias; pero éste no atendió, se quedó disertando solo acerca de las horrible muerte del general Zatinpa –un temible Gólem de los pantanos, un ángel exterminador –decía agitando los puños en el aire. Cuando dejaba la biblioteca escuché que gritaba para sí mismo -¡Cuatro mil hombres a las riberas del Krungsvlovo! –y entonces comprendí que tal vez, en el fondo, no había diferencia alguna entre los vagabundos de Monstadt y los monjes de Kaschckar, salvo el lugar en el que se hallaban y las lecturas que habían hecho.
1 comentarios:
Bello fragmento de algo tan grande...nos veremos en el inframundo!!!------
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