Para el cómo de todas las cosas...
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Según el calendario lunisolar, la primera princesa imperial Nagata no Ōiratsume no Miko, mandaba un cultivo de sangre guerrera a las tierras perdidas del lejano Osaka. Justo ahí se formaban constelaciones de brillantes granadas, resplandecían al viento que muchas veces llegaba de occídente y se instalaba en las ramas de algún Norikomi para mantener la apaciguada fórmula que la tierra naranja necesitaba , y así hacer crecer de una a una las granadas imperiales. La Princesa era una franja de belleza que ningún hombre sobre la tierra era capáz de soportar, en cambio, esa belleza se estimaba según las tonalidades de sus vestidos, las transparencias en su escote que dejaban asomando dos pequeños y sagrados senos que se perdían con el firmamento de los luceros; era, sin duda alguna, la tierra incultivable, que ya escrito en el Kojiki y el Nihonshoki, el pecho de la primera princesa imperial Nagata, era la vida misma de la Granada del Guerrero, y todo aquél que en vida, sembrara la Granada sangrienta entre sus dos senos, la tendría en su lecho para toda la eternidad. El tiempo gregoriano montaba lunas medias en el cielo negro, las ranas aumentaban de ritmo a cada noche rojiza. La princesa controlaba los cultivos de granada desde el palacio que se levantaba como firme montaña al centro de dos casacadas verdes idénticas. A cada noche más sangre guerrera para el campo, las tierras se pintaban de un rojo oscuro, un paisaje infernal que se rumoraba era imposible vivir después de haberlo visto, la sangre luchada era sagrada. Las granadas llegaban al palacio y al pasar de las fugaces, las pequeñas frutas antes verde-amarillo, iban pasando de rosadas a púrpuras, de púrpuras a violeta, de violeta a rojas como la sangre misma. El consejo imperial sabía que de la sangre combatida se alimentaba la princesa mientras miraba el campo rugiendo a la tarde. Nagata terminó de complacerse con sus granadas, que de voz de alguna concubina que pudo en una mañana nublada robar una y probarla, eran de una exquisitéz y una jugosidad majestuosa. Los grandes morían por su emperador y su tierra, y el sabor de su fuerza, debilitaba a la princesa a cada estación de hoja malquerida. Se supo de una pintura casi mil años después, una pintura con tantos rojos que dolía, en la que se veía a una hermosa princesa nipona, sembrar en su pecho una semilla ensangrentada, del pequeño y blanco pecho salía un inmenso granado dando una única fruta. Dentro de áquella había otros cientos de pequeños frutos, tan rojos como el infierno y tan jugosos como la belleza de Nagata, el precioso nido dulce alimentaría al Imperio por dos mil años para así conquistar a los otros pueblos.
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