Amar al prójimo es algo inconcebible. ¿Acaso se le pide a un virus que ame a otro virus?
Emil Cioran
Emil Cioran
El pasado jueves 11 de enero sucedió un accidente terrible en el asilo Rogelio Gascón. Esta institución de melancólicos valetudinarios llora ahora la tragedia. José H. Soledad de 89 años salió a su paseo vespertino de rutina. Este pequeño privilegio, ganado por su docilidad para con el cuerpo médico, consiste en ser empujado treinta minutos en su silla de ruedas por el camino de tierra que rodea el jardín. La tarde de la tragedia, el enfermero Feliciano Figueroa -aprendiz temporal por la cruz roja - sustituyó al Dr. Álvares Roña quien comúnmente realizaba esta fastidiosa tarea. Escuchar los desvaríos histriónicos de ese viejo enamorado aligeraba la tarea. Ese pedazo enjuto de carne había perdido el seso por un par de mujeres, se le habían metido hasta reventarle el juicio. Babeaba, escupía, incluso en ocasiones era necesario llevar dos sondas para que aquél vetusto alucinado no se mojara los pantalones. Era un espectáculo grotesco verlo monologando sobre sus amores perdidos. A su vez era lo que mantenía con vida al anciano, mordía con sus dientes podridos el ensueño, se asía de aquellos nublados recuerdos con la obstinación propia de los octogenarios. En ocasiones tarareaba melodías de Bach y se quedaba dormido con el sol del crepúsculo bañándolo en naranja. El jueves 11, el enfermero Feliciano Figueroa notó que su paciente - José H. Soledad - estaba más apesadumbrado que de costumbre. Había en sus ojos una expresión lóbrega, como si estuviese indigesto por un mal recuerdo que le oprimía el pecho como una placa de plomo. Al notar estos desfavorables síntomas, Feliciano Figueroa se lanzó apresurado por las grajeas sedantes de H. Soledad, abandonando sin darse cuenta, al febril abuelo sobre un hormiguero gigantesco. Tomó las grajeas y se demoró un rato charlando con la secretaria de la administración, dándole tiempo a los famélicos insectos de trepar por el cuerpo de José H. Soledad. Lleno de hormigas, atiborrado de un ejército de bermejos demonios reclamando su territorio, el enamoradizo longevo empezó a gritar, pudriéndose en su grito - ¡Ahhsggga! Aaaaaa...- sentía los primeros piquetes, como cuando una de sus queridas le había dicho las primeras palabras que anunciaban el final de sus idilios. Sentía un placer siniestro en lo que ocurría. Para cuando regresó el enfermero, José H. Soledad yacía desmayado en su silla de ruedas, su cuerpo hinchado ladeado sobre un extremo de la silla, recorrido por los laboriosos insectos. Tuvo que ser trasladado al hospital general donde murió al día siguiente a causa de las altas temperaturas, dicen los facultativos que lo acompañaron en sus horas finales, que el desdichado homúnculo ya solo balbuceaba sinsentidos. Murió con una sonrisa en el rostro, pensando tal vez en las manos de una enfermera que le tomaba el pulso todas las mañanas. Por el incidente, los amigos y familiares de H. Soledad han levantado la demanda en contra del enfermero y esperan con impaciencia una disculpa expresa de la institución.
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