lunes, diciembre 25, 2006

DIESEL - LENTEJUELA


Tomaron un taxi verde que les llevó a la Terminal Oriente, más una suerte de búnker futurista y japonés en el Marte de 1967. Se fueron casi en silencio, se hacía tarde y ya no les quedaba mucho por decirse pues según ellos ya lo sabían. Ya estaba dando la hora y la ciudad se recalentaba desde hacía mucho en un tráfico atascado y ruidoso bajo la contingencia de invierno que había incubado el atardecer de un sol tóxico. Aquella mañana había empezado por ir a la Villa, él quería enseñarle los peregrinos antes de que ella partiera, había tiempo. Tú también eres una peregrina ¿no? ¿qué vas a ir a buscar?, y las preguntas desagradaron lo mismo que el sol tóxico que sudaba en seco por diciembre y se recalentaba en multitudes atascadas en las escaleras y gotas que recorrían la división de miles de espaldas morenas. Yo no puedo estar por mucho bajo el rayo del sol, y se pasaba la mano por el cabello mojado y rubio, no, yo tampoco, pinche sol tóxico, respondía él con coraje porque la fatiga apareciera tan pronto. En el mirador del cementerio aguardaban los ángeles, miraban a la ciudad con su estatura caliza y el sol tóxico no les hacía nada, dormían, esperaban La Señal en la tarde, el dedo profético que descendiera y aplastara el horizonte decrépito de los edificios. ¿Viste Las Alas del Deseo?, era en Berlín pero imagínetela aquí, ángeles en D.F., escuchando los pensamientos de todos. Pero el cenit era siniestro y se desplazaba como un signo poderoso sobre el ábaco del esmog. Comieron en un puesto antes de subir al metro y los timaron cobrándoles de más y en el trayecto a Tlatelolco se enfurecieron y lo platicaron todo el tiempo, pinche gente aprovechada, culera, fucked up, people is fucked up, y descendieron entre multifamiliares deslavados y una peluquería móvil en un patio de escuela que dejaba volar todos los pelos con el viento gris. Les llegó el ocaso en la Plaza de las Tres Culturas. No estaba planeado pero estaban ahí para ello y lo sabían, o al menos él pensaba que lo sabían, porque los atardeceres eran parte de su parafernalia íntima y pomposa, impúdicamente cursi y con la dictadura suficiente para recontar este mito y decir que ambos estaban ahí sólo para ese momento como dos piezas de ajedrez; pero ninguno dijo nada porque ya no les quedaba mucho por decirse pues según ellos ya lo sabían. Pasaron a ver el crucifijo negro y suspendido que parecía flotar en el altar vacío en Santiago de Tlatelolco y al salir se ponía el sol tóxico sobre las ruinas aztecas. Fue sangriento y efectista, como tenía que haber sido, hepático, escurriendo sus luces por los edificios de departamentos que el terremoto del 85 había dejado inhabitables; pero en los que la gente vivía a precio de renta congelada. Aquí fue donde se desarrolló la masacre del 68, apagaron las luces, cortaron las comunicaciones y ta-ta-ta-ta-tá, llovía a cántaros y los estudiantes niños se fueron a esconder a la antigua pirámide en la que antes se ofrendaban sacrificios humanos al sol, otros tocaron en la puerta de la iglesia para pedir asilo y nadie les abrió, los militares los cercaron y los acabaron a bayonetazos, hijos de la chingada, ¿no?, fucked up, people is fucked up. Y el sacrificio solar se consumó detrás de la plaza, breve a pesar de su ritual y ella dijo con apuro, ya es hora, ¿vas a irte en metro?, no, en metro no, y tomaron un taxi verde que les llevó a la Terminal Oriente, más una suerte de búnker futurista y japonés en el Marte de 1967. Se fueron casi en silencio, se hacía tarde y ya no les quedaba mucho por decirse pues según ellos ya lo sabían.

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