Era mi último recurso. Una alternativa desesperada, no está de más decirlo, aunque en principio, la vislumbré como una solución terminante e infalible. Era necesario, el evento consecuente en una serie de infortunios que terminarían por acercarme a ella. A ella tan hermética, tan inalcanzable, tan lejana en su encantadora suficiencia de mujercita independiente. ¡Lucía Fitzgardo, sueño del tercero de preparatoria! La enunciación de su nombre bastaba para ponerme a temblar, resaltaba la vulgaridad de mis facciones, la torpeza de mi tentativa adolescente en descollar, en sobresalir sólo para ella, en aparecer –de súbito- en una sola panorámica de su mundo. Y estrujaba al insomnio concibiendo estrategias, planes maestros para engatusarla. Pulía en el desvelo la retórica seductora de un apuesto Don Juan. Me veía con ella, con Lucía Fitzgardo, en la escena boba de las comedias románticas; un beso en close-up en la lluviosa Nueva York, y murmullos entrecortados, finalmente, el suspiro nostálgico de los espectadores en la semipenumbra de la sala de cine. Era mi historia, la gran historia, no cualquier enredo de folletín. Pero me hacía falta el arrojo, la decisión rotunda de asumir –de una vez por todas- mi virilidad. Era el ñoño y en la escuela nada sucedía, en un salón de 50 ella no recordaba mi nombre, ignoraba el ensueño fantástico del chico de gafas, sentado tres bancas detrás de ella. Un día comencé a seguirla. La miraba subir a su auto –un deportivo del año- y perderse en un rebase desdeñoso al final de la avenida. Observaba –oculto tras un cómic de Superman- al racimo de pretendientes asediándola, ofreciéndose para servirla incondicionalmente. Y ella inmutable, persistía en su altivez de princesita mal educada; los dejaba a todos como trompos, girando sin sentido hasta perder el eje. Una tarde –después de casi cuatro horas de vuelo en el flight simulator- me tocó la gran idea. Al día siguiente, salí unos minutos antes de la clase y corrí a la salida del estacionamiento. Esperé con ansia el instante de ver su auto acercarse hacia donde me encontraba, y me lancé –como si todo fuese un terrible accidente- contra el frente ergonómico de su automóvil. El desenlace: Lucía Fitzgardo –la chica imposible, la inalcanzable- llevándome flores a mi cuarto de hospital, firmando el yeso de mi pierna fracturada y dejando tras de sí –sin jamás sospecharlo- un trofeo invaluable para un enamoradizo que siempre fracasó.
viernes, agosto 24, 2007
Anécdota de la escuela Preparatoria
Publicadas por Neónidas: a la/s 12:40 a.m.
Etiquetas: de amor
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2 comentarios:
jajaja como no recordar esos dias.
jajajaja, bien, bien, muy bueno, muy directo, muy al grano, gran narración.
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