Era un constante deambular entre paredes sin forma que reducía a pedazos. Era el crujir tan árido de las costumbres; por eso nunca me dejaba notas de despedida o adioses con azúcar sobre la mesa de la cena. Calculaba los pasos, el sonido cuadrafónico que de alguna manera se incrustaba en mis costillas, me dolía el tiempo, el espejo. Así se esbozaba entre las sábanas que me habían despedido desde hacía varios meses, sin dejar nota. Sólo el pasar de los sílbidos nocturnos, el correr del agua que acariciaba su cuerpo al momento de ducharse, ahí, en donde sus secretos sacaban espinas de cristal, en donde se retocaba sus piernas y sus codos para resumir su pasado con alguien muerto en vida. Juntaba mi oído a la cabecera, inventaba sus llamadas y sus roces a la ventana, jugaba con su toalla de algodón morado y me servía café en su taza de navidad; pero ella no llegaba nunca. Algunas tardes sin hojas en el balcón, sentía la bruma de sus poros, de sus vestidos que colgaban de la baranda y me llamaban por un nombre desconocido. La inventaba sonrojada sobre su cama de nubes, tocándose al ritmo de una fluorescencia cósmica inentendible, suave de oleaje y burbuja de naylon. Y las notas encendidas en su puerta vecina, en la ranura rojiza que daba acceso a su calor de gas, a su cuerpo en soledad de motel; notas sin destinatario, notas sin escencia, notas de alcohol. Y algunas veces pintaba acuarelas en su timbre, o le dejaba flores sin olor en la nevera.
El despido fue inmediato, el motel se rasgó de tonalidades que ni el neón en el asfalto entendía. A su lado de concreto, entre unos cuantos ladrillos forrados con espeso yeso, mientras las temporadas fluían y sus gritos no cesaban, ahí estaba yo, encaminado al infierno de la textura incandescente, charcutero de la hipercosmia en una habitación robada a los más bajo del mundo. Ella se soltaba en ardores y en resultados de malta y vino jeréz. Nada de lo que mis ojos excasos capulines registraban de su desnudez perdida en el techo roído, dejaba de atormentarme. El lunar del pecho, la cintura de constelaciones en terciopelo, la caída de su cabello al mirar de las banquetas y los sudores en la almohada, todo aquello se pulverizaba en mis pensamientos; mis sueños entre caracolas y golpes de cabecera, siempre encendían mi despertar agónico en la próxima nota que su puerta confidente de mi deseo arrogante, tendría pegada todas las mañanas del resto de mi vida.
1 comentarios:
aveces me cuesta un poco de trabajo entender como el cósmos te da tantas palabras para soplarme los oidos te quiero horacio y eso ya te lo eh soplado muchas veces muah !!
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